Historias de colectivo V

Gracias Noe y Pau por la primera lectura.

Subió y se sentó en el fondo, aliviado de encontrar un par de asientos vacíos. Después de tantas horas de trabajo, lo último que pretendía era comerse todo el viaje parado. Normalmente habría estado escuchando música, pero esa tarde no quería más que el “pshhh” de las puertas abriéndose y cerrándose y el ruido propio de la ciudad y del tráfico llenándole los oídos. No era habitual en él, pero de vez en cuando necesitaba sentir, paladear el entorno. Algunos dirían que estaba medio loco; otros entenderían que solamente se trataba de querer formar parte de algo.

En eso estaba cuando, de entre el mar de gente que se había ido acumulando parada tras parada, apareció ella. Notó que paseaba la vista por la parte de atrás hasta fijarla, por fin, en el asiento al lado suyo, ese que nadie había querido ocupar en todo el camino. Cuando la vio acercarse, le temblaron las rodillas, y no fue por la frenada brusca forzada por ese taxista temerario, aunque nunca lo habría admitido. Ella le sonrió y se sentó en el asiento vacío. La gente subía y bajaba, alternando en una rotación sin lógica, pero él, de reojo, la veía solamente a ella. Y ella los miraba subir y bajar, alternar, mudarse de asiento, pero de reojo también lo veía a él.

Y él se olvidó de su parada. Se olvidó del cansancio y las ganas de pegarse una ducha e irse a la cama. Se olvidó del “pshhh” de las puertas que se abrían y se cerraban y del ruido de la ciudad y del tráfico. Ella, intrigada, decidió que caminar unas cuadras no le iba a venir mal. Intuía que en cualquier momento iba a pasar algo importante. Por eso no se bajó cuando el colectivo frenó en su esquina. Por eso se quedó ahí sentada cuando la gente siguió bajándose pero dejó de subir. Por eso, aunque había más asientos vacíos que gente, no se cambió de lugar. Y por eso, cuando no quedaba más nadie que ellos dos sentados en el fondo y el chofer allá lejos adelante, le volvió a sonreír.

Esa sonrisa de dientes ligeramente torcidos le paró la respiración. Y de todas las cosas que se le ocurrió decir, no le salió ninguna. Las puertas ya no se abrían ni se cerraban, la ciudad dormía y el tráfico estaba tranquilo, salvo por algún que otro taxista jugando a Meteoro por las calles levemente iluminadas. Reconoció las esquinas no por conocerlas, sino por haberlas recorrido hacía un rato nomás. Y fue esa sensación de pertenencia de antes, esa confianza de lo conocido lo que le dio las fuerzas para hablar.

Un rato después, sentada en una mesita en un bar del montón, ella sospechaba que había tenido razón. Ese “Hola” torpe y acalambrado pintaba para cambiarle la vida.

Y muchos viajes y muchas esquinas después, cuando a él le preguntaron cómo se habían conocido, sonrió y encogiéndose de hombros, dijo:

—En la calle. En un colectivo.