Para Andrés.
Y para Yabrán, donde sea que esté.
La tarde se terminaba pero empezaba para nosotros, con el ruido de puertas cerrándose y la invitación habitual, seguida por el «sí» compañero, igual al de ayer y al de mañana; la sonrisa de las madres y el crujir de las ruedas del auto deslizándose por la calle de tierra. La tarea era una excusa para compartir meriendas y aventuras, la leche y el pan con manteca, y más tiempo ganado que el perdido en el colegio.
Teníamos conversaciones eternas, de lo que ya no me acuerdo, cuando jugábamos a ser grandes mientras analizábamos oraciones y multiplicábamos por dos. Y nos apurábamos por escapar del mundo que conocíamos para viajar por el nuestro, donde para sobrevivir a una tormenta en el desierto bastaba con refugiarnos debajo de la mesa y esperar que pasara.
Y más de una vez cayó la noche y nos encontró viajando en moto a ninguna parte, aunque no nos importaba demasiado. Hasta que se abría una puerta y el mundo nos reclamaba otra vez, y el sonido de las rueditas se perdía detrás del ruido sordo del portón del garaje, junto con el «chau» compinche que quería decir «hasta mañana».
Y al otro día, otra vez. Caminábamos juntos por las mismas calles que nos acercaban un poquito al horizonte, pero que también nos llevaban a casa. Y el perro rotoso nos seguía porque ninguno de los dos tenía corazón para echarlo. Atravesábamos la plaza disfrazados de valientes, y salíamos corriendo cuando adivinábamos la sombra que alguna vez nos había ahuyentado. Caminábamos y hacíamos camino. Íbamos de la mano con las manos en los bolsillos.
Y otra vez se hacía la tarde y otra vez nos encontraba juntos. Y merendábamos, y nos reíamos, y a veces también nos callábamos. El silencio no nos molestaba porque era compartido.
Pasó el tiempo. Crecimos; y crecimos juntos. Y cambiamos, pero entre nosotros siempre fuimos los mismos. Atrás quedaron la moto, el desierto y las mochilas con carrito. Ya no analizamos oraciones ni multiplicamos por dos. El perro que nos seguía debe haberse cansado de esperarnos, y a lo mejor algún jueves a la mañana se dio, por fin, por vencido.
De vez en cuando volvemos. Otra vez –distintos, pero en el fondo iguales– cruzamos la plaza. Recordamos con una sonrisa al viejo que nos sacó corriendo aquella vez. Nos preguntamos, como siempre, para cuándo el pavimento. Reconocemos cada pozo, cada árbol, cada casa sembrada en lo que ayer fue baldío. Nuestro pies nos llevan de memoria casi hasta donde se corta la calle y empieza el campo, porque, aunque les falta práctica, nunca olvidaron el recorrido.
Ya grandes, pero todavía con algo de los niños que fuimos, caminamos por las calles de tierra del barrio que es nuestra casa. Los recuerdos se amontonan cada vez que cruzamos una esquina o saltamos una cuneta. Contamos siempre las mismas historias porque son pedazos de la nuestra. Ya no necesitamos la tarea como excusa y sabemos que el «chau» no es «chau» sino «hasta luego».
La noche nos conoce. El silencio familiar da cuenta de que llegamos. Las calles llevan impresas nuestras muchas pisadas. Amigas, eternas, y de los dos.