Regalo

Daniel era un buen tipo. Su mamá lo había criado como un caballero y él había aprendido. Por eso, nunca dudaba en ceder su asiento a un anciano o a una embarazada o abrirle la puerta a quien lo necesitara. Siempre decía «por favor» y «gracias», y generalmente se lo veía con una sonrisa.

Daniel era un buen tipo, y él lo sabía. Aún así, no entendía qué había hecho para merecerla. Siempre había supuesto que esta clase de milagros –porque para él, ella no era menos que un milagro– venían en recompensa de algún gesto extraordinario, de algún acto de heroísmo desinteresado, y por su vida que él no recordaba haber hecho nunca alguno de esos.

De chiquito había rescatado a un gatito que había encontrado en el monte, medio muerto de hambre y se había encargado de alimentarlo y cuidarlo hasta que el animalito finalmente mejoró. Después lo metió en una caja con agujeritos y se lo regaló a su prima, que, casi veinticinco años después, seguía diciendo que era el mejor regalo de cumpleaños que le habían dado.

Anécdotas como esa, recordaba varias. Sin embargo, ninguna tenía el peso que un hecho como este habría requerido.

Todo había empezado cuatro años atrás, cuando fue a hacerse el chequeo médico anual. El médico se le acercó con el estetoscopio, como hacía siempre y se quedó escuchando un rato. Daniel se preocupó cuando lo vio fruncir el ceño. El médico, tratando de calmarlo, lo mandó a que se hiciera unos estudios «por las dudas». A la semana, Daniel volvió con los resultados, y el ceño del médico se intensificó. Inmediatamente, lo derivó a un especialista. A partir de ese día empezó su odisea.

Tratamientos que nunca funcionaron del todo, medicamentos, pastillas, controles, y una vida completamente distinta a la que había vivido hasta ese momento. Los pronósticos no hacían más que empeorar, y él estaba por darse por vencido. Hasta que llegó ella.

Julia tenía veintiséis años, pelo castaño y ojos verdes que había heredado de su mamá. Era licenciada en Letras y fanática de Racing. Siempre había sido un poco bohemia, como solía decir su abuela, y durante la adolescencia les había dado más de un dolor de cabeza a sus padres. Sin embargo, todo había cambiado cuando empezó la facultad, donde fue una alumna ejemplar durante toda la carrera.

Julia amaba aprender, amaba enseñar y amaba vivir.

Mientras tanto, Daniel se iba quedando sin opciones. Los médicos se ponían cada vez más serios cuando lo veían llegar a sus controles de rutina. No le hacía falta ser psíquico para darse cuenta de que no le quedaba mucho tiempo.

Era una noche de verano. La luna se veía enorme, redonda y brillante a la distancia. Julia salió del restaurante y se despidió de sus amigos. Subió al auto y prendió la radio, que estaba fija en su estación preferida. Se puso el cinturón de seguridad y emprendió el camino a su casa. Unas cuadras más adelante, mientras tarareaba al ritmo de la música, frenó en el semáforo. Esperó pacientemente hasta que la luz se puso en verde y aceleró. Nada la podría haber preparado para reaccionar cuando sintió la embestida de la camioneta.

Se despertó de golpe y vio que estaba rodeado de batas blancas y estetoscopios, lo que no era raro. Pero esta vez, parada en el umbral de la puerta, su hermana sonreía como no la había visto sonreír en mucho tiempo. Cuando por fin fue capaz de entender lo que los médicos estaban diciendo, suspiró aliviado. Por primera vez en años, supo que todo iba a estar bien.

Un tiempo después, ya recuperado, Daniel quiso conocerla. Después de todo, era gracias a ella que él estaba vivo. Caminó lentamente hasta su tumba, donde alguien había dejado flores recientemente.

Con una sonrisa, recorrió con su mano derecha la larga cicatriz que los puntos le habían dejado en el pecho. Cómo le habría gustado poder hablar con ella, contarle lo agradecido que estaba. En cambio, se contentó con agacharse y dejar el ramo de rosas sobre el césped todavía húmedo por el rocío de la mañana. «Gracias», murmuró, y su susurro se perdió en el viento. Donde sea que estuviera, esperaba que pudiera escucharlo, porque ella le había hecho el regalo más hermoso. Sin siquiera conocerlo, Julia le había regalado su corazón.

30 de mayo, Día Nacional de la Donación de Órganos y Tejidos

 

Lo Invisible

No sé qué es estar triste, pero sé lo que es estar sola. Sola, junto a lo invisible. El enojo que pinta mi realidad de tragedia irrevocable me pincha el salvavidas cuando no me quiero hundir y me deja pataleando en un mar de contradicciones que me acoge como huésped de honor en sus entrañas.

«Hay que confiar», me dicen. No entienden lo difícil que es creer cuando no se cree en nada. Ando sin eje, sin sostén. Me faltan un par de patas. Y me tuercen las sonrisas, el consuelo con olor a mentira que me ofrecen los demás. Resulta que le perdí el gusto a la verdad porque la verdad es la culpable de mi ahora. Y es que pensaba que las cosas no podían empeorar y el universo se lo tomó como un desafío, y acá estoy, pagando una apuesta que hice sin querer.

Y bien cerca, conmigo, lo invisible. Ese cosquilleo en las extremidades que te rompe la cabeza y te afloja las rodillas. Esa cosa que te frena cuando no querés parar. Lo invisible no es visible pero duele. Y te quema, y te aísla. Y hace guardia en la puerta para que no puedas escapar. Es lo invisible lo que me ata y me viste de un negro que a lo mejor no es tan negro, pero no lo puedo ver.

Estoy perdida en el desagüe de mis emociones, enormes y confusas y que no puedo discernir. Me ahogan las dudas y los sentimientos alienados.

Y es el miedo, el puto miedo, –sádico, perverso e invisible–  el que no me deja salir.

Ophiocordyceps unilateralis

Desde lejos, pero desde cerca, provoca su efecto. Ella no entiende qué pasa, pero sabe íntimamente que ya no es ella. Ya no es ella quien toma las decisiones ni quien está en poder de su propio cuerpo. No es ella la que voluntariamente se aleja del resto, sino que es su presencia la que la lleva a  hacerlo.

Adonde sea que vaya, ahí está él. No le habla, no le dice nada. No le murmura órdenes al oído ni la amenaza con castigos violentos. Pero ella lo siente. Está ahí, en su cabeza, dictando cada paso equivocado que da. Por él se tropieza; por él se retuerce. Por él sube y sube, y no puede escapar. Por él abandona a sus amigas, a sus hermanas, a las que dependen de ella y de su trabajo. Y sigue subiendo, subiendo, sin mirar atrás.

Él sonríe, en algún lugar, y se frota las manos. Ella es su esclava. Desde que logró penetrar en ella, infiltrarse en su cuerpo y en su mente, él es quien tiene las riendas y ella no puede hacer nada para evitarlo. Él es todo, y ella, ella no es nada. Solamente un envase, un vehículo que él puede usar y tirar cuando quiera.

Él la guía, le marca el camino. Y ella obedece porque ya no puede resistir. Y con sus últimas fuerzas, muerde una última vez. Muerde ahí donde él quiso, y muere. Muere enajenada, inconsciente, despojada de sí. Muere asesinada y el mundo ni se entera.

Y él celebra. Celebra porque ella le dio vida. Porque con ese último sacrificio, ella hizo posible su perpetuidad, y él no va a dejar que sea en vano. Por eso crece. Y sale al mundo desde su cabeza, donde estuvo todo este tiempo, materializándose por fin, casi de manera poética. Abandona el cadáver de su huésped para ser libre, lenta pero decididamente. Y en su honor, se hace muchos otra vez.

Otras van a caer y a morir bajo su influencia y así sabrá que el regalo de ella, su martirio, dio sus frutos.

Después de todo, se trata solamente de sobrevivir.

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El hongo que inspiró el relato: Ophiocordyceps unilateralis – Video

Cenizas al mar

Nunca me gustó mucho la playa. La arena se pega por todos lados y parece que ni la ducha es capaz de sacarla del todo. El agua me da frío y un poco de miedo. Las olas siempre me parecieron traicioneras, porque a veces son chiquitas, y de golpe viene una grande y te chupa, y vos no podés hacer nada. La gente se amontona con sombrillas y conservadoras y reposeras y los chicos se tiran arena y corren por todos lados. Simplemente no es mi lugar.

Nunca me gustó mucho, decía, hasta ese sábado de octubre, cuando me dijiste que tenías preparada una sorpresa. Ese día me puse una remera nueva y el perfume que te gustaba tanto. Imaginarás mi decepción cuando llegamos a la playa que yo tanto esquivaba, que por una vez estaba vacía. No me quedó otra que sacarme las sandalias porque los tacos se enterraban en la arena y me hacían perder el equilibrio. Vos te reías y te ofreciste a llevarme a cocochito, pero yo ya estaba de mal humor y elegí ignorarte. Por supuesto que el enojo no me duró mucho; ya estaba acostumbrada a perder contra tu sonrisa.

No sé cómo pasó todo, pero en un momento estábamos caminando de la mano por la orilla y en el otro estabas tratando de tirarme al agua. Mis chillidos deben haber asustado a las gaviotas, porque no recuerdo haber visto ninguna mientras corría, incapaz de contener las carcajadas. Y en algún momento me di cuenta de que aun estando mojada, llena de arena y corriendo como desquiciada por una playa desierta, era feliz. Y era feliz, claro, porque estaba con vos.

Más tarde, no me importó acostarme en la arena con tu hombro haciendo las veces de almohada, aunque sabía que después de eso, mi remera nueva no iba a ser más que un trapo. Así nos quedamos no sé cuánto tiempo, en silencio, escuchando las olas romper en la orilla.

En algún momento mi mano buscó la tuya y tus dedos se entrelazaron con los míos. Y así vimos el atardecer, el primero de tantos que veríamos juntos.

Hoy vuelvo a nuestra playa porque es lo que vos querías. Aunque haya pasado tanto tiempo, todavía puedo recordarnos corriendo por esta misma arena, jóvenes y sin ninguna preocupación. Tu risa hace eco en las piedras de la escollera y por un momento espero verte con tu sonrisa torcida ofreciéndome trepar a tu espalda para no arruinar mis sandalias.

Como los años me enseñaron a ser precavida, hoy estoy descalza. Camino lentamente hacia el mar y mi mente desafía cualquier realidad cuando siento tu mano en mi mano, tus pasos en sintonía con los míos y tu perfume mezclado con la sal de la brisa de la tarde de otoño. Juntos nos acercamos a la orilla y nos detenemos al borde del agua para una última despedida. Cierro los ojos cuando siento tu abrazo, cálido y firme como siempre. No hay lugar en el mundo en que me haya sentido más segura. Trato de aferrarte, de memorizar todas tus líneas. Te prometí que no iba a llorar, pero se me escapa una lágrima cuando te escucho murmurándome al oído un último te quiero. Un par de gaviotas levantan vuelo, y el batir de sus alas me devuelve al presente. Respirando hondo y con una sonrisa –porque siempre dijiste que me querías más cuando sonreía–, me adentro en el mar para cumplir tu último deseo.

Y aunque el agua está fría, por vos vale la pena mojarse los pies.

Hito

Llega un momento en la vida en que uno se ve obligado a tomar una decisión. Con el ceño fruncido, se dio que cuenta de que ese momento había llegado para él. No teniendo mucha experiencia en el asunto, se dispuso a analizar minuciosamente los pros y los contras. A su lado, el que lo había metido en el dilema esperaba con gesto ansioso y ojos esperanzados. Los segundos pasaron y pudo ver la desazón en la cara de su compañero.

—Bueno —dijo por fin, alcanzándole el libro medio a regañadientes—. Te lo presto, pero mañana me lo devolvés.

Big Apple

—Te dije que era hermoso.

—Sí, es lindo —respondió, su tono para nada convincente.

El otro frunció el ceño.

—¿No te gusta?

Antes de contestar, se tomó un tiempo para recorrer con la mirada el mar de gente y los carteles electrónicos que parecían estar en todos los edificios.

—Sí me gusta.

—¿Entonces? —preguntó su amigo, claramente irritado.

Él se encogió de hombros, como pidiendo disculpas.

—Es que tantos edificios no me dejan ver el cielo.

Sabiduría Popular

Sin poder contenerse, le gritó cuando vio lo que estaba haciendo por el espejo retrovisor.

—¡Dejá de tocarte!

—¿Por qué? —inquirió el nene, sin dejar de hacerlo.

—Porque te van a salir pelos en la mano —intervino distraídamente la hermanita.

La madre hizo todo lo posible para aguantar la risa cuando vio que su hijo menor dejaba de rascarse el brazo por dentro del yeso con ojos grandes y expresión horrorizada.

Negro

Caer, sin caer, sólo por el miedo a hacerlo. Hundirme en la oscuridad, oscuridad sin nombre, sin siquiera cerrar los ojos. Oscilar como un péndulo sin rumbo, sin nada que me contenga. Sentir, mil manos que me aprisionan, que me invaden, que me acosan. De nuevo la oscuridad anónima se cierne sobre mí, esta vez con más fuerza, ahogándome y deshaciendo los límites, las barreras que me impiden dejar de pensar. Siento. Sólo siento. Siento el gusto de las pisadas ajenas, de las sombras que no existen, de los miedos que no están. El suelo se hunde y, entre el murmullo de un par de acordes que no distingo, escucho el latido de un sueño que no es mío.

Estoy, pero no estoy; perdida en sensaciones hasta hoy desconocidas. Sigo un camino que me marcan mis pies, pero no mi consciencia. Y la oscuridad me agobia, pero no opaca mis sentidos. Enorme paradoja que me hace ver mejor con los ojos cerrados. Que me hace ser más yo cuando no puedo pensarme. Que me lleva adonde quiero ir cuando no soy yo la que camina.

El tiempo que pasa, aunque el reloj no se mueva, me lleva de la mano por mucho que me resista. Y me encuentro cara a cara con el espejo, y me veo, tal vez por primera vez. Y me huelo en un reflejo sordo e implacable, del que no puedo escapar porque mis pies no me dejan. Y así, clavada al piso, inmóvil por una voluntad que desconozco, grito con los ojos vacíos, porque mi boca no articula sonido. Y esa oscuridad, al principio tan ajena, empieza a hacerse cada vez más próxima, cada vez más rota… y cada vez más mía.

Sólo conocido por Dios

Empuñó su fusil y emprendió la marcha. El frío, fiero e intratable, le azotaba la cara de rasgos jóvenes y cansados. El arma se sentía fuera de lugar en sus manos inexpertas, desacostumbradas al peso de tamaña responsabilidad. Recién estaba amaneciendo y aunque los primeros rayos de sol iban venciendo de a poco  la negrura de la noche, allá, en el fin del mundo, el sol no calentaba. Recordó con nostalgia el último cigarrillo que había fumado hacía tres días. Detrás de la espesa niebla, las olas bañaban la orilla de ese extraño pedazo de patria que pretendía defender.

El orgullo lo obligaba a seguir caminando, a pesar de que su corazón estaba lejos, en Mar del Plata, donde lo esperaba su familia. Era por ellos y por los colores de su pabellón que había jurado con gloria morir. La llovizna, al principio tenue, caía cada vez con más intensidad helándole los huesos. Avanzaba junto a sus camaradas con paso firme y seguro y los minutos se hicieron horas bajo el golpeteo incesante de la lluvia. A los lejos se escuchaban ya los disparos y las explosiones provenientes de la batalla. Con una mano temblorosa aferró el crucifijo que le colgaba del cuello y se encomendó a la Virgen de Luján.

Cuando llegó la primera orden, se olvidó de sus escasos dos meses de entrenamiento. El terror le humedeció los ojos, y el sentido del honor lo hizo hombre de golpe, en ese campo que pisaba por primera vez pero que sabía suyo por derecho. Por sobre el ruido del combate logró distinguir el grito de ‘Viva la patria’, y fue quizá la temeridad de los ingenuos o el fervor de los valientes lo que lo llevó a salir de posición y abrir fuego una vez más. Apretando los dientes, peleó por su país, por su familia y por la gloria.

Y ya no se acordaba del miedo cuando, desplomándose en el barro, cayó abatido. El estruendo de las bombas le perforaba los tímpanos mientras que en su querida Mar del Plata sus amigos festejaban la victoria que proclamaban los titulares mentirosos de los diarios. La rendición llegó poco después, pero él no fue testigo. Ahí, en suelo argentino, como tantos otros jóvenes, exhaló su último aliento.

Y siguieron más batallas, pero ninguna como esa. Y hubo muerte, pero no victoria. Los valientes soldados argentinos volvieron al continente vestidos de héroes, mientras más al sur se afirmaba el dominio extranjero sobre la perdida perla austral.

Hoy hay doscientas treinta y siete tumbas. Allá, en el fin del mundo, ya no se escucha el estruendo de las bombas, ni el llanto desesperado de jóvenes que no deberían haber estado ahí. Allá no quedan banderas, ni orgullo, ni nada. Solamente un cementerio. Solamente silencio.

Historias de colectivo V

Gracias Noe y Pau por la primera lectura.

Subió y se sentó en el fondo, aliviado de encontrar un par de asientos vacíos. Después de tantas horas de trabajo, lo último que pretendía era comerse todo el viaje parado. Normalmente habría estado escuchando música, pero esa tarde no quería más que el “pshhh” de las puertas abriéndose y cerrándose y el ruido propio de la ciudad y del tráfico llenándole los oídos. No era habitual en él, pero de vez en cuando necesitaba sentir, paladear el entorno. Algunos dirían que estaba medio loco; otros entenderían que solamente se trataba de querer formar parte de algo.

En eso estaba cuando, de entre el mar de gente que se había ido acumulando parada tras parada, apareció ella. Notó que paseaba la vista por la parte de atrás hasta fijarla, por fin, en el asiento al lado suyo, ese que nadie había querido ocupar en todo el camino. Cuando la vio acercarse, le temblaron las rodillas, y no fue por la frenada brusca forzada por ese taxista temerario, aunque nunca lo habría admitido. Ella le sonrió y se sentó en el asiento vacío. La gente subía y bajaba, alternando en una rotación sin lógica, pero él, de reojo, la veía solamente a ella. Y ella los miraba subir y bajar, alternar, mudarse de asiento, pero de reojo también lo veía a él.

Y él se olvidó de su parada. Se olvidó del cansancio y las ganas de pegarse una ducha e irse a la cama. Se olvidó del “pshhh” de las puertas que se abrían y se cerraban y del ruido de la ciudad y del tráfico. Ella, intrigada, decidió que caminar unas cuadras no le iba a venir mal. Intuía que en cualquier momento iba a pasar algo importante. Por eso no se bajó cuando el colectivo frenó en su esquina. Por eso se quedó ahí sentada cuando la gente siguió bajándose pero dejó de subir. Por eso, aunque había más asientos vacíos que gente, no se cambió de lugar. Y por eso, cuando no quedaba más nadie que ellos dos sentados en el fondo y el chofer allá lejos adelante, le volvió a sonreír.

Esa sonrisa de dientes ligeramente torcidos le paró la respiración. Y de todas las cosas que se le ocurrió decir, no le salió ninguna. Las puertas ya no se abrían ni se cerraban, la ciudad dormía y el tráfico estaba tranquilo, salvo por algún que otro taxista jugando a Meteoro por las calles levemente iluminadas. Reconoció las esquinas no por conocerlas, sino por haberlas recorrido hacía un rato nomás. Y fue esa sensación de pertenencia de antes, esa confianza de lo conocido lo que le dio las fuerzas para hablar.

Un rato después, sentada en una mesita en un bar del montón, ella sospechaba que había tenido razón. Ese “Hola” torpe y acalambrado pintaba para cambiarle la vida.

Y muchos viajes y muchas esquinas después, cuando a él le preguntaron cómo se habían conocido, sonrió y encogiéndose de hombros, dijo:

—En la calle. En un colectivo.