Cable a tierra

Hace poco tuve uno de esos días en que todo me sale mal, tan poco frecuentes en mi vida, por lo general bastante monótona y mediocre, pero que si algo tiene a favor es que suele ser tranquila. Ya venía con esa sensación de ahogo que genera la certeza de que por más de que te tires, no vas a llegar. Siempre la misma historia. Y siempre hay alguien que lo repite, por si no me hubiera quedado lo suficientemente claro. Así que me levanté, y de puro contreras, con ganas de demostrar, así como estaba terminé de repasar todo y con la cabeza hecha una ensalada me fui a rendir.

Rendí mal, obvio. Otra cosa no esperaba. A veces no sé qué pretenden de mí. Otras veces agradezco no ser capaz de cagarme a patadas. Para colmo estuve ahí metida como dos horas y media, con la cabeza explotándome y aspirando el olor del guano de murciélago, que se levantaba como en oleadas, gentileza de la humedad insoportable del verano incipiente. Todo muy higiénico; todo muy normal. Firmé la hoja y me fui a la mierda. Creo que ni releí las respuestas.

Salí puteándome un poco, para no perder la costumbre. Ni me molesté en avisar. Me pesaban las piernas y se me cerraban los ojos. Cuando llegué a la puerta me enteré de que estaba lloviendo. Y, sí. Definitivamente, Dios es un tipo con un sentido del humor extraño, pero nadie podría acusarlo de aburrido. Después del día que tuve, ¿qué era lo peor que me podía pasar? Me encogí de hombros y emprendí el camino a casa bajo la lluvia. Menos de diez cuadras pueden parecer kilómetros cuando vas saltando charcos, esquivando paraguazos y de un humor como el mío. Caminé más lentamente que de costumbre, porque a pesar de que me estaba empezando a dar frío, pensaba que la lluvia me podía lavar un poco la culpa. Como era de esperarse, eso tampoco funcionó. Resignada y empapada, crucé la última calle para llegar a mi casa. Agradecí internamente no cruzarme con ningún vecino en el palier, porque a esa altura no tenía ánimo ni para fingir una sonrisa. Abrí la puerta y me metí al departamento. Estaba hecho un caos, como siempre que me pongo a estudiar. Decidí ignorar el plato del mediodía, todavía sucio y olvidado arriba de la mesa del comedor y me dirigí a mi habitación. Prendí la computadora y me tiré en la cama. La voz de mi mamá me resonaba en la conciencia, pero decidí ignorarla. «Es mi cama y la ensucio cuando quiero». Siempre elegí las formas más estúpidas de rebelarme.

Estuve ahí tirada no sé durante cuánto tiempo, mirando el techo, humedeciendo el acolchado de lluvia y transpiración. A veces pienso con nostalgia que estaría bueno ser normal y llorar como hace todo el mundo. Después admito que si fuera así, ni yo me bancaría. Antes de que el letargo incómodo y culpable se terminara de asentar, me incorporé. La guitarra me miraba desde el rincón y yo no tenía nada mejor para hacer. La saqué de la funda y probé con un do mayor, comprobando que el calor había hecho estragos con su afinación. Ajusté un poco las clavijas y me prometí cambiar las cuerdas por octava vez en el año. Siempre me termino olvidando, por hache o por be. Me puse a tocar un poco, a sacudirme las frustraciones acumuladas de los últimos días. Después de un par de acordes, no existía nada más.

Nunca fui talentosa. Para mí es más un juguete que un instrumento musical y a veces pienso que es un despropósito que tenga que pasarse  la vida conmigo. Pero en momentos como este, no hay nada mejor que sentarse y olvidarse del mundo mientras reproducís lo mejor que podés alguna melodía. Total nadie te escucha.

No sé cuánto estuve ahí, toda mojada, machacando seis cuerdas ya de por sí deterioradas. Afuera estaba oscuro cuando miré por la ventana. El celular seguía en silencio y así se iba a quedar. Estiré los dedos. Bostecé. Cerré los ojos y los volví a abrir. Me sentía más ligera. En algún momento de las últimas horas, la culpa, la frustración y el enojo habían terminado por diluirse y me sentía en paz. Ya dije que mi vida suele ser monótona y mediocre, pero los momentos como este no abundan tampoco. Dicen que la música calma a las fieras. Qué sé yo, a lo mejor también les sirve de consuelo. La cosa es que hasta ganas de reírme tenía. Ahora que lo pienso, capaz que la falta de sueño haya tenido algo que ver también. Miré el reloj: eran las nueve y media. Guardé la guitarra y me saqué la ropa. Ni me molesté en llevarla al lavadero, la dejé ahí nomás en el piso. Me metí en la ducha y dejé que el agua caliente terminara de lavarme. Un rato después, estaba acostada, lista para concluir un día para el olvido.

Bostecé una vez, dos veces, tres. Se me cerraban los ojos pero no me podía dormir. Sin darme cuenta, me puse a tararear. Y mientras mis músculos empezaban a aflojarse, pensé por última vez en el día de mierda que había tenido. Me dije que por suerte estaba terminando y que mañana sólo podía mejorar. Me reí un poco de mi inédito optimismo, porque aún medio dormida soy más cínica que cualquiera. Y cuando todo se volvió oscuro y silencioso, y mi propia voz era lo único que retumbaba en mi cabeza, reconocí que a lo mejor es cierto que hay una luz que nunca se apaga. Algunos, los más románticos, la llamarán «esperanza». Yo, en cambio, le digo «música», que es casi lo mismo.