Hoy me levanté en paz. Todo había empezado hará cosa de un año. Las primeras veces me levanté inquieta, incluso un poco alterada. Después me fui acostumbrando, aunque esas sensaciones nunca me abandonaron del todo. Tres o cuatro veces por mes, durante un año, el mismo sueño vino a trastornarme el descanso.
En realidad era bastante simple: abría los ojos en mitad de la noche, sólo para encontrar que ya no estaba en mi cama sino en un cuartito desconocido, acostada en un catre que ocupaba el centro de la reducida habitación. Las paredes, el piso, el techo, todo era gris, lo mismo que el colchón finito e incómodo de aquella cama improvisada. La única puerta estaba abierta, pero la luz que iluminaba el cuarto provenía de la ventana sellada ubicada en la pared que daba claramente a la calle, lejos de mi alcance. Más allá de la puerta no había más que oscuridad.
Después de haber efectuado ese primer reconocimiento, me sentaba en la cama, todavía un poco atontada, y el frío del cemento entrando en contacto con mis pies me avisaba que estaba descalza. Era en ese momento también en que me daba cuenta de que estaba completamente desnuda. Es un mal bicho el inconsciente, que disfruta dejándote expuesta de todas las formas posibles, algunas más literales que otras. Estaba, entonces, en un lugar desconocido, como Dios me trajo al mundo. Como no había nada en la habitación que pudiera usar para taparme –como dije antes, sólo había un catre y un colchón sin sábanas–, me acercaba con cuidado y tiritando un poco a la puerta. El silencio y la oscuridad me confirmaban que estaba sola. En el momento en que ponía un pie en el umbral, se encendía una luz que me cegaba momentáneamente, pero que dejaba ver lo que parecía ser un corredor interminable. No había nada más, sólo ese pasillo eterno por el que no habrían podido circular dos personas a la vez. Sin otra opción a mi alcance, empezaba a caminar, esperando que algo o alguien saliera de las paredes al mejor estilo de una casa del terror –porque la primera vez estaba segura de que no me encontraba en un sueño, sino en una pesadilla–, pero no pasaba nada.
De vez en cuando había un charco en el piso que no me molestaba en esquivar, y entonces el agua sucia salpicaba mis piernas y las paredes grises, siempre grises. En esa dimensión existíamos solamente el pasillo, algún que otro charco y yo. Así pasaba no sé cuánto tiempo, hasta que por fin llegaba al final y me encontraba con una puerta. Una puerta de madera que no tenía nada de especial, dicho sea de paso. Pero yo me quedaba ahí, paralizada, incapaz de abrirla. Desde algún lugar me llegaba el distante tictac de un reloj, que no hacía otra cosa más que contribuir a mi ansiedad. No puedo explicar lo que me pasaba por la cabeza estando frente a esa puerta. Sabía que no la podía abrir. Sabía que en el momento en que mi mano se apoyara sobre el picaporte, me iba a quemar. Así que me quedaba clavada en el mismo lugar, mirándola hasta que sonaba el despertador o el ronquido de algún compañero de cama ocasional me devolvía bruscamente a la vigilia.
Ya dije que las primeras veces me desperté con esa sensación incómoda y a la vez indescriptible que me provocaba el sueño. Llegué a confiárselo a mi psicólogo, pero cuando escuché la palabra “anal” decidí que era un buen momento para abandonar la terapia. Nunca fui buena para descifrar sentidos ocultos en las cosas, por lo que nunca terminé de entender qué era lo que mi inconsciente pretendía hacerme saber a través de este particular escenario onírico. A la cuarta o quinta vez, me di por vencida.
Pero hoy, como anticipé anteriormente, me levanté en paz. Aclaro que el sueño nunca había cambiado antes. Todo, hasta el más ínfimo detalle se repetía mecánicamente. El cuarto, el catre, las paredes grises, la ventana, el piso frío, yo desnuda, la luz, el corredor, los charcos, el tictac del reloj invisible, la puerta y mi imposibilidad de abrirla, ésa era siempre la secuencia inmutable que seguía después de abrir los ojos. Pero anoche fue distinto. Otra vez me encontré en el cuartito gris, con la misma ventana sellada lejos de mi alcance y en el mismo catre. Cuando apoyé los pies en el piso, no sentí frío. Confundida, miré hacia abajo y descubrí con cierto alivio que estaba vestida. Me acerqué titubeante, como tantas veces, al umbral de la puerta y la misma luz se encendió con la misma intensidad de siempre. Emprendí el camino por el interminable corredor, esta vez esquivando los charcos, que parecían menos que de costumbre. Creo que en un momento hasta escuché música, pero no estoy segura. Dicen que solemos agregarle a los sueños detalles que en realidad nunca suceden, y creo que este podría ser uno de ellos. De cualquier manera, lo importante es que caminé hasta que me encontré nuevamente frente a la puerta de madera.
Noté que a mi izquierda se había materializado en algún momento un reloj enorme, más alto que yo, cuyo péndulo oscilante emitía un sonido más intenso que aquel que había escuchado como a la distancia en las ocasiones anteriores. En el último año había estado en ese mismo lugar más de treinta veces, con la transpiración corriéndome por la espalda desnuda, la sangre palpitándome en las sienes, mi respiración sincronizándose con el ominoso tictac de un reloj que nunca había podido ver hasta hoy. Más de treinta veces en el último año me había repetido hasta el hartazgo que si tan siquiera me atrevía a rozar ese picaporte, me iba a quemar, pero no como uno se quema con la plancha o con la puerta del horno, sino que me iba a quemar en serio, como si fuera a ser víctima de una combustión espontánea, y por eso me había quedado ahí, con la vista fija en la puerta durante lo que parecían horas y horas hasta que por fin me despertaba.
Esta vez, sin embargo, esa certeza me había abandonado. Me encontraba ahí, retorciéndome las manos de los nervios, porque por primera vez no sabía qué iba a pasar en este escenario relativamente nuevo. No sé cuánto estuve ahí parada, y aunque lo supiera no serviría a los fines de este relato porque todos sabemos que el tiempo en los sueños no transcurre como en la vigilia, pero en un determinado momento, tomé una decisión. Recuerdo que el reloj estaba a punto de dar las seis (¿de la tarde? ¿de la mañana?) y que respiré hondo un par de veces para calmarme. Tentativamente, estiré el brazo hasta casi tocar la puerta. No pasó nada. Con cuidado y con todos los sentidos en alerta, seguí estirándolo hasta que mi mano entró en contacto con la tosca madera. Recorrí lentamente sus vetas con mis dedos, familiarizándome con el tacto tan simple pero a la vez tan complejo que suelen tener las primeras veces. Sin darme cuenta, me encontré aferrando el picaporte. Cuando lo noté, mi primer reflejo fue alejarme de la puerta y soltarlo, pero no pude. No hubo chispa, ni patada, ni nada, simplemente no pude soltarlo. Quedaba una sola opción y era la que se me había negado durante todo un año.
Cerré los ojos y volví a respirar hondo. Cuando los abrí, el reloj, las paredes y el pasillo habían desaparecido, pero apenas lo noté. Lo único que quedaba, lo único que existía era lo que tenía enfrente de mí. Todo el cuerpo me temblaba con anticipación, pero aun así, inexplicablemente se me dio por sonreír. Mi otra mano fue a posarse suavemente sobre la que sostenía el picaporte y giró. Abrí la puerta. Del otro lado, esperándome, estabas vos.