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Estamos sentados frente a frente en la barra y ninguno dice nada. Si alguien nos viera podría adivinar que algo se ha roto entre nosotros, pero esta noche no hay testigos. Solamente el mozo, que de vez en cuando nos mira con indiferencia y parece más interesado en escuchar la pequeña radio ubicada en el otro extremo del bar. O tal vez, quién sabe, ésa es su forma de ofrecernos algo de privacidad. La tenue luz ilumina apenas el local. Afuera todo duerme.
Hoy es el primer día del otoño y ya hace frío. Las hojas de los árboles empiezan a morir, pero no son las únicas. Sin romper el silencio que se cierne sobre nosotros y da la sensación de haber existido desde siempre, levanto la vista para mirar a los ojos al hombre que tengo enfrente y no puedo evitar un suspiro. Él me devuelve la mirada, pero al escrutarla, no logro ver en ella la misma intensidad que de costumbre. Esta vez sólo refleja resignación y cansancio; ni rastros del amor que solía prodigar. Hay tanto que quisiera decirle, pero no me salen las palabras. De todas maneras, de poco me servirían. Existen cosas imposibles de explicar hasta para el más elocuente de los seres humanos.
Hago ademán de tomarle la mano, pero detengo el gesto a medio camino. No estoy segura, pero sospecho que ese tipo de contacto me está vedado de ahora en adelante. Él nota mi titubeo y podría jurar que una mueca de dolor atraviesa fugazmente su expresión.
Es tan difícil. Parecemos dos extraños en un ring, dando vueltas en círculo, midiendo al otro sin que ninguno de los dos se atreva a lanzar el primer golpe. O tal vez el último. Quizá los dos ya hemos aceptado que perdimos por nocaut mucho antes de comenzar la partida. Estoy sumida en mis reflexiones cuando veo de reojo que él apura el whisky y se levanta de su asiento con determinación. La seguridad que emanan sus movimientos me anuda la garganta. Pienso con rencor que es injusto que él pueda mantener la compostura cuando yo estoy rota y no encuentro la manera de encajar las piezas en un orden que me permita volver a funcionar sin sentir que estoy a punto de derrumbarme a cada paso.
A esto se resume todo. Él se va, y ni siquiera se digna a mirarme por última vez. Se va sin pedir permiso, sin ofrecer excusas, sin pedir perdón. Cierro los ojos y me aferro con fuerza a la barra porque me rehúso a salir corriendo detrás de él y pedirle que se quede. Y porque, sinceramente, no soy capaz de verlo partir.
Pero él no se va. De pronto, el silencio que hasta entonces resultaba atronador se ve interrumpido por unos acordes conocidos que surcan el aire y me atraviesan entera con la precisión de un puñal. Mis ojos vuelven a abrirse por voluntad propia y lo veo avanzando hacia mí con paso vacilante. Detrás de él, la gramola que acaba de despertar, llora. Mi mano encuentra la suya, extendida en una invitación silenciosa, y nuestros cuerpos se amoldan como siempre y por última vez. En ese momento no existe nada más que su mano en mi cintura y su aliento cálido en mi cuello y las lágrimas que resbalan, incontenibles, por mi mejilla.
Bailamos abrazados, pero apenas bailamos. Nos mecemos en el centro de una pista abandonada de un bar cualquiera, al ritmo de un piano triste y una trompeta que no es menos que poesía, fundidos en un abrazo que es eterno y solamente de los dos. Es brutal, desgarrador y absolutamente perfecto.
No puedo pensar. La cálida melodía afloja cada músculo de mi cuerpo y presiento que los últimos compases están al caer. Él también debe intuirlo, porque puedo sentir su abrazo tensarse a mi alrededor, como si tratara de prolongar el momento, como si tuviera miedo de que todo termine. Pero los dos sabemos ya muy bien que es en vano luchar contra el destino, y cuando suena por fin ese último acorde fatal, no hay nada que podamos decir o hacer para evitar lo inevitable.
Como de mutuo acuerdo, nos separamos y quedamos frente a frente una vez más. Él usa su pulgar para secar con ternura los restos de mis lágrimas en un gesto tan íntimo que ya empiezo a extrañarlo. Sin decir palabra, sonríe con melancolía, la misma que debe ver reflejada en mis ojos. Sé que esta es su forma de decir adiós y le devuelvo la sonrisa porque no puedo hacer otra cosa. Sólo él es capaz de hacer de una despedida un momento tan entrañable. Lentamente aparta su mano y se encamina hacia la puerta. Ahora sí que no mira hacia atrás cuando atraviesa el umbral.
Tardo un momento en reaccionar y cuando abandono el local tras sus pasos, apenas puedo distinguir su silueta a lo lejos, caminando con resolución hacia la línea del horizonte. Mi cuerpo quiere correr en su busca, pero mi corazón sabe que es hora de dejarlo ir. Y por eso permanezco ahí parada, observándolo bajo un cielo sin estrellas mientras se pierde en la negrura de la noche, con los grillos que ya no cantan y las hojas de los árboles que ya empiezan a morir.