Lo Invisible

No sé qué es estar triste, pero sé lo que es estar sola. Sola, junto a lo invisible. El enojo que pinta mi realidad de tragedia irrevocable me pincha el salvavidas cuando no me quiero hundir y me deja pataleando en un mar de contradicciones que me acoge como huésped de honor en sus entrañas.

«Hay que confiar», me dicen. No entienden lo difícil que es creer cuando no se cree en nada. Ando sin eje, sin sostén. Me faltan un par de patas. Y me tuercen las sonrisas, el consuelo con olor a mentira que me ofrecen los demás. Resulta que le perdí el gusto a la verdad porque la verdad es la culpable de mi ahora. Y es que pensaba que las cosas no podían empeorar y el universo se lo tomó como un desafío, y acá estoy, pagando una apuesta que hice sin querer.

Y bien cerca, conmigo, lo invisible. Ese cosquilleo en las extremidades que te rompe la cabeza y te afloja las rodillas. Esa cosa que te frena cuando no querés parar. Lo invisible no es visible pero duele. Y te quema, y te aísla. Y hace guardia en la puerta para que no puedas escapar. Es lo invisible lo que me ata y me viste de un negro que a lo mejor no es tan negro, pero no lo puedo ver.

Estoy perdida en el desagüe de mis emociones, enormes y confusas y que no puedo discernir. Me ahogan las dudas y los sentimientos alienados.

Y es el miedo, el puto miedo, –sádico, perverso e invisible–  el que no me deja salir.