Despedida

Camina cabizbaja por el pasillo y el dolor no le entra en el cuerpo. Aferra en su mano derecha un crucifijo gastado, rogando en silencio un milagro de última hora. Lo único que resuena en su cabeza es el sonido de su propia respiración entrecortada y el peso que siente en los hombros se hace más insoportable a cada paso que da. El corazón se le retuerce cuando entra a la habitación, que está tan blanca e impecable como el primer día. A través de la ventana se filtran los rayos de un sol que no tiene derecho a brillar de esa manera; no hoy, no ahora.

Lentamente se acerca a la única cama, ubicada cerca de la ventana, y el ruido de las máquinas le vuelve a anudar la garganta. Lo único que puede hacer por un rato es mirarla. Y la sorprende el hecho de que su corazón todavía puede seguir rompiéndose, incluso después de todo este tiempo, al verla de esta manera. Las presencias de la enfermera y del médico le confirman que hoy no va a haber ningún milagro, porque su Dios –o  cualquier Dios– parece estar de vacaciones.

El peso de la culpa, de su propia debilidad y de la impotencia la dobla, pero se obliga a mantenerse erguida. Ella la necesita, ahora más que nunca. Ahora, que es cuando le toca ser fuerte por las dos. Ahora que finalmente puede dejarla ir, darle la oportunidad de ser feliz que se merece y terminar para siempre con su dolor. Y con el suyo… con el suyo hará lo que pueda.

Cuando el médico se acerca y la mira, inquisitivo, cierra los ojos y se muerde los labios, deseando una vez más que todo sea un sueño. Pero cuando los vuelve a abrir, el médico, la enfermera y las máquinas siguen ahí, y ella no está jugando y riendo, como le gusta recordarla, y sus ojos grises están cerrados y no mirándola con adoración como solían hacer. Por eso se traga las lágrimas y envuelve su manito en las suyas. No le salen las palabras. Se inclina suavemente, todavía aferrándose a su mano, para besarle la frente. Espera que ella sepa que esto no es resignación, no es cansancio, sino el último acto de amor que le queda por hacer. Y por fin, con el alma atragantada, asiente en silencio.

Y cuando el ruido de las máquinas cesa, y después de que el médico pronuncia la hora y el dolor se hace tan desgarrador que sólo puede sentirse anestesiada, se seca las lágrimas lo mejor que puede para volver a mirarla. Acostada así parece tan chiquita y en paz que, por primera vez en mucho tiempo, tiene la certeza de que va a estar bien. Tiernamente le acaricia un mechón de pelo antes de besar su mano una vez más. Y en un susurro que sabe que ella va a escuchar, se despide como siempre.

«Que sueñes con los angelitos, mi amor».

Gracias, Anita, por la leída previa y el ánimo.